¿Tiene sentido traer hijos al mundo?
Por Gachi Waingortin
El judaísmo tiene mucho que decir al respecto. La primera mitzvá que D´s entrega al ser humano es “Pru urvú”, sean fructíferos y multiplíquense (Bereshit 1:28). El Talmud se preocupa de legislar esta orden divina. ¿Cuándo se puede dar por cumplida esta mitzvá? La idea general es cuando cada progenitor se reemplaza a sí mismo, es decir que cada pareja debería tener al menos dos hijos. Mientras Beit Shamai plantea que una pareja debe tener dos hijos varones, Beit Hilel considera que se cumple la mitzvá con un hijo y una hija (Yebamot 6:6). Algunas autoridades modernas, entre ellas el rabino Moshé Tuttnauer, proponen que, después de la Shoá, en la cual fue asesinada la tercera parte de nuestro pueblo, deberíamos tener tres hijos: dos para reemplazarnos a nosotros mismos y uno adicional para reemplazar a los fallecidos en ese horrendo período. La preservación de la especie y la supervivencia de nuestro pueblo son imperativos fundamentales.
La Torá narra el nacimiento de Moshé diciendo que “un hombre de la tribu de Leví tomó a una mujer de la tribu de Leví” (Shemot 2:1) lo que parecería indicar que se trata de una pareja recién formada. Sin embargo, algunos versículos más adelante se nos cuenta que Miriam, la hija mayor del matrimonio, cuida la canasta en la cual espera que su pequeño hermano se salve. Y años más tarde, cuando Moshé vuelve a Egipto a liberar al pueblo hebreo, su hermano mayor, Aarón, sale a su encuentro para ayudarlo. El midrash (Sotá 12a) se hace cargo de la evidente contradicción explicando que, ante el decreto que exigía arrojar al Nilo a los varones hebreos recién nacidos, los hombres resolvieron separarse de sus mujeres para evitar tener más hijos. Sin embargo, las mujeres decidieron afrontar el riesgo y seducir nuevamente a sus esposos.
Desde una mirada racional, podríamos tender a empatizar con los hombres. ¿Qué sentido tendría traer niños al mundo en esa situación? Los varones serían asesinados al nacer y, al no haber hombres hebreos, las niñas se casarían necesariamente con egipcios. Por eso el Talmud declara que la liberación de Egipto se debió al mérito de las mujeres justas de aquella generación (Sotá 12a) que apostaron por un futuro que, de tan incierto, parecía inexistente. No solo apostaron por la salvación, hicieron que la salvación fuera posible.
El rito del Brit Milá tiene un simbolismo muy fuerte en este sentido: antes de su incorporación al Pacto de Abraham, el niño es colocado por unos instantes en la silla del profeta Eliahu. Según el Tanaj (II Reyes 2:11) Eliahu no murió, sino que fue llevado al cielo para que pueda anunciar, cuando llegue el momento, la venida del Mashíaj. Al poner a nuestros hijos en la silla de Eliahu, estamos tomando conciencia de que este niño podría llegar a ser el Mashíaj; y estamos expresando nuestro deseo, nuestra esperanza, de que pueda ser un agente de cambio que nos ayude a alcanzar un mundo mejor.
Cada niño y cada niña que nace llega con un propósito: ayudar a los adultos que lo reciben a mejorar el mundo, unirse a ellos en la cadena de buenas acciones que aporten a la creación de una sociedad más justa y amigable. Negarse a que se sumen a la tarea es darla por perdida antes de comenzarla. Si Moshé no hubiera nacido, no habría habido éxodo de Egipto, no habría habido salvación. Si multiplicamos esta idea por todos los seres humanos, lograríamos ver a cada persona como una apuesta por el éxito de la misión de tikún olam. Pirkei Avot 2:21 nos dice: “No estás obligado a concluir la tarea, pero no estás exento de la obligación de comenzarla”. Al focalizarnos en la magnitud de las falencias de nuestra sociedad, podríamos caer en el desánimo. Sin embargo, el judaísmo nos dice que el intento vale la pena.
¿Da miedo el futuro? A veces sí. Como todos los miedos, el miedo al futuro nos ofrece dos caminos alternativos. Podemos rendirnos ante él, decidir que el mundo está irremediablemente perdido, bajar los brazos y dejar que la desesperanza se apodere de todo. Pero también existe la otra opción. Asumir que siempre persiste una chispa de esperanza, aun dentro de la desesperanza.
No podemos darles a nuestros hijos un mundo perfecto, una sociedad ideal. Pero sí podemos hacerlos crecer dentro de una comunidad acogedora que les provea de un marco valórico cercano a esa sociedad ideal a la que aspiramos. Podemos enseñarles un estilo de vida acorde a estos valores. Como judíos, tenemos claro el camino. Podemos educar a nuestros hijos en una vida de mitzvot, donde cada acción esté imbuida de respeto hacia todos los seres humanos; una vida de tradiciones que nos recuerden que debemos plasmar esos valores en la vida cotidiana. Y, sin dejar de estar conectados con quienes son diferentes, podemos rodearnos de gente con la que compartamos valores y así unirnos en un proyecto comunitario que haga la tarea más fácil y más grata.
Cada persona debe ser un agente de cambio para el bien. Cada niño que nace trae la esperanza de que la tarea es posible. El judaísmo nos impone la obligación de convertirnos en socios de D´s en la creación, aportando al proyecto de tikún olam. Todos, tanto nosotros como nuestros hijos, debemos impulsar el cambio y ser un aporte fundamental en la dirección correcta.