El malo y el bueno
Por Fernando Díaz-Plaja
pieles y su edad era parecida. Uno era moreno, hirsuto, con expresión torva. El
otro era rubio, con ojos azules. Cuando el primero cantaba parecía gruñir,
cuando el segundo maldecía lo que oía era un canto de pájaros. El primero tenía
la torpeza del bruto; el segundo, la gracia del ángel.
había ido colocando con lentitud una piedra encima de otra. Ya eran dos, ya
tres, ya cinco. El edificio se iba levantando poco a poco, las piedras se
caían, y él las colocaba pacientemente en su puesto. El rubio lo miraba.
Los dos levantaron la cabeza para ver a su padre que volvía con la azada al
hombro. Habló el moreno.
Cavaré la tierra y sembraré… Veré crecer la planta, la segaré… Comeremos de lo
que yo produzca.
cómo vuelve padre, agotado, lleno de sudor… Yo no; yo cuidaré del rebaño.
Porque el rebaño se cuida solo y yo estaré bajo el árbol, a la sombra,
mirándolo… (se inclinó hacia su hermano), y luego me comeré tus hortalizas.
levantaba la pirámide levantó los ojos hacia él. El rubio aprovechó el segundo
y derribó con la mano la edificación entera. Luego, antes que el otro se
repusiera de su asombrada indignación, corrió hacia su padre.
la pierna musculosa y sucia del terrón, la cara medio oculta, como quien se
avergüenza del proceder ajeno-, padre… Estaba haciendo una casa con piedras… y…
y… él me la ha tirado.
tornó iracunda mirando al otro hijo; este, repuesto del asombro, empezaba a
balbucear su versión. Pero la indignación le cortaba las palabras…
rubios cabellos, el padre lo contemplaba.
enemigo… ¿Por qué no imitas a tu hermano? ¿Por qué no eres más bueno…? (Bajó la
cabeza.) Eres el otro castigo.
muchacho rubio sonrió y se apoyó en un árbol mirando al hermano. Este
mascullaba protestas sordas contra la vida, contra la vida injusta y necia.
Mientras tanto, iba colocando cuidadosamente de nuevo una piedra sobre la otra;
pero ahora no dejaba de vigilar con el rabillo del ojo a su calumniador.
ondulaba en la hierba… Sí, no cabía duda, era una serpiente. Se acercó a gatas,
llevando en la mano una de las bases del edificio, que ahora debía servir de
arma mortífera. Cuando levantaba la mano se la sujetaron por detrás.
respetemos todos los animales menos este… ¿Cuántas veces se lo has oído?
aplastada cabeza. El reptil se agitó convulsivamente un poco, luego se quedó
inmóvil. El rubio permaneció unos segundos pensativo contemplándolo. Luego lo
cogió de la cola y corrió hacia la cueva.
había llorado mucho, apareció en el umbral.
la he matado; ¿qué te parece?
estremeció de repugnancia y de terror antiguo…
matarlas a todas…, a todas…
que quería jugar con ella y quería pegarme…, pero yo la he matado lo mismo,
porque sabía que te gustaría, madre…
Siempre el mismo… -suspiró-. Ven, hijo, entra…; empieza a hacer frío..
muchacho que quedaba fuera, seguía encorvado y a su alrededor el ocaso iba
poniendo una aureola sangrienta. Miró la mano que sujetaba la piedra y la abrió
lentamente. La piedra, todavía manchada de sangre, cayó, incrustándose en la
hierba fresca. El muchacho miró hacia la cueva y luego al cielo. En su alma
había una gigantesca pregunta que nadie podía contestar.
aire encolerizado, sino triste. La tristeza del hombre que ha perdido la
felicidad para siempre, la tristeza del que sabe que esta pérdida se debe
exclusivamente a sus propios pecados y no le queda el recurso de achacarla a la
maldad ajena. En sus ojos no había cólera, sino dolor. Un dolor de siglos que
no eran pasados, sino futuros. Cuando aquel hombre lloraba lo hacía por algo
que había de pasar.
lentamente.