Mensajes cifrados
Carla Guelfenbein
volví a encontrarme con mi madre. Fue mientras leía un texto de Carmen Martín
Gaite. Como la mía, su madre había muerto hacía ya un buen tiempo. Al mirar por
los ventanales de su hotel hacia el East River en Nueva York, Carmen Martín
Gaite tuvo la sensación de que sus ojos atravesaban el mar y se encontraban al
otro lado del Atlántico con los de su madre, también detenidos en una ventana.
Orificios en los muros que según sus palabras todas las mujeres del mundo, en
algún momento de sus vidas, convierten en andén, en alfombra mágica, para
fugarse.
sino las palabras. Las páginas donde se sumergía y de donde a veces retornaba
cargada de gestos que me eran extraños. Recuerdo tantas veces haberla observado
en ese instante preciso en que alzaba la mirada de la página y haber visto sus
ojos nublados por otros cielos. A veces traía música, como aquella que
escuchaba en su tocadiscos la Maga de Rayuela, y entonces, yo podía oír el
sonido de lugares lejanos colmados de humo, de palabras, de alientos secretos.
En ocasiones ella me cogía de las manos y dábamos unas vueltas al son de una
pieza de jazz, mientras el humo de su cigarrillo quedaba suspendido en su
rostro como un velo. Yo la observaba moverse, con su pelo corto, sus zapatos
planos, sus pantalones y suéter negros, y me daba la impresión de estar ante
una de las heroínas existencialistas que ella tanto admiraba. Pero era cuando
me sentaba a su lado a leer que algo fulguraba en mi interior, y entonces
comprendía la verdadera dimensión de sus fugas. Recuerdo sus miradas
subrepticias hacia mi rincón, sabiendo que me aprontaba a atravesar cierta
escena, cierto párrafo, que para ella había significado algo, revelándome que,
aun cuando siguiéramos las mismas rutas, no veríamos las mismas cosas. Una
revelación que provocaba en mí sentimientos encontrados. Por un lado,
frustración, ya que nunca podría saber dónde partía mi madre cuando se fugaba
en su imaginación. Y por el otro, embeleso, puesto que era justamente en ese
aspecto misterioso y único del viaje donde radicaba su magia.
seducida por su sonido, yo las atrapaba: desencantado, deshabitado, antítesis,
geografía, catalejo, inconmensurable, haz... Y ahí permanecían dando
vueltas en mi memoria hasta llegar al papel; entonces mi madre, como una
costurera, me enseñaba a unirlas: “el secreto es tocarlas apenas”, me decía
rozando la hoja como si estuviera en llamas. Y así, poco a poco, me fue
mostrando el lugar oculto que yace entre frase y frase, entre letra y letra.
olvidado contarle que ahora me gano la vida escribiendo, que no he perdido la
aguja invisible, esa que une una palabra con otra y que, cuando en ocasiones se
escapa de mis dedos, es su recuerdo el que me devuelve el aplomo para
intentarlo nuevamente. La memoria de sus ojos viajeros, de su entusiasmo, de
los mensajes cifrados que me enviaba desde algún sitio lejano, ya sea desde un
bar llamado La Catedral en las entrañas de Lima, o desde las calles congeladas
de Moscú, cuando, cautivada por la pasión trágica de Ana Karenina, seguía sus
pasos con cientos de palabras revoloteando en su cabeza: desangelado,
tren, hastial, misérrimo, andén, caldera, silbato, sueño... hija.