¿Por qué importa el camino del schnitzel al humus?
Por Robert Funk
El poder de la comida –de la cocina– no debería sorprendernos. Pensemos en las festividades judías. Todas tienen un elemento culinario. Manzanas y miel en Rosh Hashaná; latkes o sufganiot en Janucá; lácteos en Shavuot, y las mil y una preparaciones de Pesaj. Tal vez la única excepción, por razones obvias, es Iom Kipur, aunque incluso ahí cada familia tiene platos tradicionales con los que deja el ayuno.
También hay quienes mantienen la reglas de la kashrut, por lo que los judíos son un pueblo que usa la comida como un identificador. Según algunos académicos, como el profesor Ronald Hendel de Berkeley, la kashrut tiene sus orígenes en la diferenciación cultural (aparentemente el cerdo, muestran las excavaciones arqueológicas, era una carne bastante común en la dieta de los filisteos). Maimónides, por el otro lado, decía que la kashrut estaba vinculada con la salud – que las comidas no kasher eran menos saludables. Abarbanel discrepó: para él la explicación de Maimónides le quitaba toda espiritualidad a las leyes de Moisés. Era imposible que la Torá fuera un simple manual médico. Lo cierto, es que los judíos entienden el poder simbólico y cultural de la comida.
Pero más allá de la religión, la comida está fuertemente vinculada al poder. Una de las primeras cosas que aprende una guagua es negarse a comer ciertos tipos de comida. Los padres empiezan a negociar, la hija cierra la boca o empuja el plato, y empieza la lucha de poder. Son nuestras primeras negociaciones políticas. Aprendemos lo que es el poder a través de la comida.
Como la política es el ejercicio del poder, no debe sorprender que exista una relación entre comida y política. Cuando se piensa en el poder del estado –especialmente en el contexto israelí– se suele pensar en términos concretos. Israel sobrevive gracias a su poder militar, la inteligencia, el Mossad, y también a un poder científico que le da cierta ventaja comparativa.
Pero hay otros tipos de poder. Gramsci, un teórico marxista italiano, veía el poder como una condición impuesta por uno o varios grupos no solamente a través de la violencia, sino a través de estructuras sociales como los medios, la educación, la economía, y, desde luego, las relaciones sociales. El cientista político Joseph Nye identificó hace años lo que llamaba el “Poder blando”, que incluye la influencia cultural. Nye se refiere al ejercicio del poder que un país puede ejercer en la esfera internacional más allá de las presiones tradicionales como la militar. Un buen ejemplo son las películas de Hollywood, y cómo han influido en las percepciones que el resto del mundo tiene de EEUU, o cómo las cadenas de comida rápida ya casi no son vistas como restaurantes estadounidenses sino como un patrimonio global. La comida, tal vez sin querer, se hizo parte del poder blando estadounidense.
Es muy raro, sin embargo, que alguien diga, “voy a comer comida gringa o china o italiana porque me gusta Estados Unidos, China o Italia.” A la vez, debe haber, pero son pocos, los que dirían “no como bagels o jalá porque son panes judíos”. El consumo de distintas comidas nacionales o étnicas no suelen ser declaraciones políticas. Como escribe el académico israelí Nir Avieli, la comida no es reflexiva. Uno no lo piensa. Come lo que le gusta. Pero aunque la comida no sea reflexiva, sí refleja. Es evidente que una cocina nacional refleja la cultura en que opera, los productos locales, las influencias extranjeras, la disposición a probar lo nuevo, la relativa riqueza o pobreza, y desde luego, las relaciones de poder.
Todos estos factores están muy presentes en la comida israelí.
Si uno hubiera visitado Israel en sus primeros años, la comida que se podía encontrar estaba muy determinada por la escasez y la cultura. La política de Tsena de los años cincuenta limitó el acceso a ingredientes, y la cultura dominante era la ashkenazí. Pero, ¿cuándo fue la última vez que vieron guefilte fish en un restaurante israelí? Hoy, en todo restaurante, y en casi todos los hogares, con la posible excepción de la comunidad ultra-ortodoxa, se sirve humus, falafel, shawarma y shakshuka.
Y no solamente en Israel. La comida israelí está de moda. Uno de los restaurantes más comentados en EE.UU. no está en Chicago o Nueva York, sino que en Filadelfia. Se llama Zahav. En Londres, el chef israelí Yotam Ottolenghi tiene seis restaurantes y sus libros de cocina -incluyendo “Jerusalem”, escrito con un amigo palestino, Sami Tamimi- son bestsellers. Estos restaurantes, como Zahav, ganador del prestigioso premio James Beard, no sirven bolitas de matzá. Sirven comida mizrají.
Este giro en lo que se come en Israel refleja un cambio importante dentro de la cultura israelí. Si bien desde su fundación hasta hace unos años atrás los ashkenazim construyeron una cultura nacional –política, literaria y culinaria– dominada por tradiciones alemanas, rusas y polacas, hoy Israel es una sociedad mucho más compleja.
Entre 1948 y 1956, la población de Israel creció por un poco más de la mitad, y la mayoría de esos nuevos inmigrantes llegaron de los países árabes, expulsados por la violenta reacción de sus gobiernos locales al establecimiento del Estado Judío. En esos años llegaron casi un millón de personas de los países MENA (la sigla en inglés por el Medio Oriente y el Norte de África), es decir, judíos orientales o, en hebreo, mizrajim. El estado israelí intentó integrar estos nuevos inmigrantes dentro de una visión hegemónica del sionismo de la época, queriendo construir en Israel un modelo socialdemocrático y moderno, según líneas europeas.
Un ejemplo de lo anterior lo recuenta la académica Orit Rozin, que explica que durante los años de racionamiento de la Tsena, David Ben Gurion le envía una carta a Yigal Yadin, dándole instrucciones de cambiarle los hábitos alimenticios a los yemenitas. Le ordena a Yigal Yadin que busque para los niños de padres yemenitas “mejor nutrición, ojalá fuera de la casa, porque el padre yemenita no cuida a sus hijos como lo hacemos nosotros…”.
La relación entre comida y poder se hace evidente. La generación de Ben Gurión, además de absorber a los casi un millón de mizrajim, veía la capacidad que tenía la comida para moldear una cierta imagen de Israel y del israelí. Instalaron en el Boulevard Rotschild y en Dizengoff cafés vieneses que servían strudel y schnitzel. Cuenta la leyenda que Golda Meir recibía líderes internacionales en su pequeña cocina y les servía sopa de pollo (tan importante es la receta que, en el año 2012, los Archivos Nacionales de Israel la desclasificaron y la publicaron en su sitio web). Pero los mizrajim trajeron sus propias preparaciones; falafel, humus, malawaj, kabuneh y yajnun, y especias como zhug y za’atar.
El cambio desde el Israel del schnitzel de pollo hacia el Israel del humus ha sido gradual pero constante, desde el primer minuto. Los primeros jalutzim, los que se cambiaron de nombre de Grün a Ben Gurion, o de Meyerson a Meir, entendieron la importancia de volver, por lo menos lingüísticamente, a los orígenes locales. Pero con la comida fue distinto.
¿Por qué importa el camino del schnitzel al humus?
Por dos razones.
Primero, existen voces, cada vez más vociferantes, que han tomado la idea de la apropiación cultural –una teoría sociológica que emerge desde las críticas anti-coloniales de los 80– y la han aplicado a la política del Medio Oriente. El argumento sería que el humus y el falafel son comidas árabes, y el hecho que hoy se venda como comida israelí es nada más que una muestra más del colonialismo sionista.
Queda claro, al entender que los cerca un millón de inmigrantes de los países MENA trajeron con ellos sus tradiciones culinarias, que la acusación peca en la repetición de un tipo de estereotipología que la misma teoría dice combatir. Si uno ve en Israel un proyecto colonial europeo, claramente el consumo de la cocina árabe es un acto de colonialismo, junto con su versión geográfica y política. Pero como señala Hen Mazzig en una columna en el Los Angeles Times, “borrar la experiencia mizrají niega las vidas de los 850.000 refugiados judíos quienes, incluso en los estados herederos al Imperio Otomano de comienzos del siglo XX, fueron tratados de ‘dhimmis’, una palabra árabe que describe una minoría protegida, quienes pagan por esa protección”. La comida mizrají, por ende, no es un ejercicio colonial de europeos apropiándose de las tradiciones de otros, sino una cocina que emerge de siglos de presencia judía en países árabes bajo condiciones precarias, y cuya existencia llega a su fin por una masiva expulsión a mediados del siglo pasado.
La segunda razón que importa es que vivimos en una época en que muchos líderes cuestionan la globalización, y si hay un espacio de la vida cotidiana en que la globalización está presente es en la comida, y si hay un lugar en que notaríamos el cierre de fronteras, sería en nuestras cocinas. Así ha sido siempre, desde la influencia de los fideos chinos en la comida italiana hasta la importancia de la papa (palabra quechua) en las mesas alemanas, o la adopción del tomatl azteca y la badengan (berenjena) de la India en la cocina árabe.
Esos casos no terminan siendo conflictos políticos porque no hay conflictos políticos subyacentes entre las culturas involucradas. Pero cuando dos culturas o países tienen temas no resueltos, una arena del conflicto suele ser gastronómico. El ejemplo de la denominación de origen del pisco viene inmediatamente a la mente. Y, también, el caso del humus, que hoy es tal vez el plato más políticamente simbólico.
En 2006 una empresa norteamericana, Sabra, pensó que sería un buen acto publicitario servir la porción más grande de humus. Midiendo mas de tres metros en diámetro, el plato pesaba unos 400 kg., y entró al libro Guiness de records mundiales.
Esto no le cayó bien a Fadi Abboud, presidente de la asociación de industrialistas libanés. Para Abboud, el humus es libanés, y basándose en el caso del queso feta, en que los griegos demandaron a los daneses y consiguieron el status de denominación de origen en 2002, Abboud intentó ir a los tribunales de comercio internacional para demostrarlo. No fue posible. Pero en 2009 Líbano decidió ganarle a la empresa Sabra, y obtuvo un récord Guiness con el plato más grande de humus, uno de 2000 kg.
En 2010 Jawdat Ibrahim, un árabe israelí del pueblo de Abu Ghosh, conocido por su humus, sirvió un plato de 4000 kg., y de 6.4 m de diámetro. Nuevo récord. Cuatro meses más tarde, Líbano le gana de nuevo a Israel, con un humus de 10,500 kg. Con esto, parece que se logró por fin una tregua en “las Guerras del Humus”.
El académico Ari Ariel, en un artículo en el Journal of Critical Food Studies, dice que las Guerras del Humus representan inquietudes más profundas sobre la “autenticidad” en un mundo globalizado.
Son las mismas inquietudes que hoy alimentan a los movimientos populistas y nacionalistas. En un mundo globalizado, todo cambia, todo se mueve, todo migra. Gente, capital, comida. Cuando eso ocurre, ¿podemos reconocer la comida israelí, chilena, italiana o alemana?
El humus, como muchas otras cosas, al final es el producto de cientos de años de migraciones, tanto de personas como de plantas. Pero, curiosamente, para algunos israelíes, la prueba definitiva de que el humus es israelí se encuentra en Megilat Rut, 2:14, cuando Boaz le dice a Rut:
אָכַלְתְּ מִן-הַלֶּחֶם, וְטָבַלְתְּ פִּתֵּךְ, בַּחֹמֶץ
“Venga, come del pan, y moja un pedazo en jometz”
En español lo traducen como vinagre, o algo ácido. Pero para algunos, la palabra “jometz” es, en realidad, la primera mención en la historia de un plato de humus.
Queda claro que la resolución a las Guerras del Humus pasa por resolver conflictos más profundos (y complejos) y eso no parece ser fácil. Una mirada más intensa nos hace comprender que a través de la comida se observan importantes cambios en la sociedad israelí. Da, de cierto modo, lo mismo quien lo haya inventado: la ubicuidad del humus en los hogares y restaurantes del país subraya el hecho que un 70% de su población sea, hoy por hoy, de origen mizrají, derribando así nociones de un país de europeos trasplantados, y ubicando a Israel, como siempre lo ha sido, al centro de rutas de globalización, migración e intercambio de ideas.